domingo, 16 de julio de 2023

D. Honorio

Hubo un tiempo en que la sanidad no estaba al alcance de todo el mundo. En los pueblos pequeños contar con una enfermera y un médico suponía en muchos casos la diferencia entre el poco consuelo y el abandono más notable. Las farmacias se convertían en centros de ultima esperanza cuando fiaban las medicinas hasta el cobro de la cosecha y la enfermedad se paliaba, a grandes rasgos, entre la superstición y la ciencia; la muerte "digna" era un horror de sufrimiento que estremecía, tal vez por eso los duelos eran tan terribles.

No existían los centros de salud como los conocemos ahora,  las citas para asistir a consulta eran presenciales, es decir,  se acudía al despacho oficial del médico o al de su "iguala" y allí  se gestionaba el turno según el orden de llegada; ¿quién da la vez? era el santo y seña de admisión.

Los médicos fumaban en las consultas, las médicas no existan y a las enfermeras se les denominaba con el sobrenombre de "practicantes". El material fungible se limitaba a las vendas y lienzos de sábana que se lavaban en agua caliente, y las jeringas y agujas eran comunitarias, servían para todos los inyectables del pueblo y se esterilizaban en una pequeño hornillo portátil de metal donde se hervían con agua del grifo; las heridas se cubrían con "pallesque" y los antibióticos  eran inyecciones que oscurecían los dientes y ocasionaban ceáticas a causa de la inflamación local que provocaban; hasta que llegó el "Optalidon" los dolores se soportaban con estoicismo y si eras niño con "Mejoral infantil" y "Calcio 20" para el crecimiento.

En ese tiempo  los poderes públicos se  localizaba  en el casino o en las reboticas y las guardias médicas eran de todos los días  y a cualquier hora.

Cuando D. Honorio llegó al pueblo yo no había nacido aún, tardaría algunos años para hacer acto de presencia. La matrona se llamaba "Luisita" y no tenia "iguala", se desplazaba a las casas de las parturientas antes y después del natalicio y sospecho que tendría poco descanso porque entonces la natalidad era abrumadora.  Las primeras vacunas me las puso D. Dionisio, al que el apodo no ayudaba a confiar en su pericia,  y recuerdo con terror el momento de esperar que apareciera por la puerta.

El color del tiempo ya no era en blanco y negro pero el color tardaría algo en llegar.

La nueva medicina que  aproximaba D. Honorio tenia matices más humanitarios que la anterior, no solo porque la ciencia avanzaba algo sobre el cuerpo sino porque el trato sin llegar a ser dulce era menos áspero. La ciencia detenta el poder de curar  pero el buen trato es imprescindible para aliviar las heridas que la enfermedad acarrea. Le recuerdo siempre afable y cordial. Desde mis ojos de niña, su despacho era un lugar amplio y muy luminoso, con estanterías llenas de libros, de ánforas de farmacia y algún águila en el altillo del estante.  Creo que era un hombre llano y espontáneo que se ofrecía a mejorar la vida con su disponibilidad y su cercanía. Supo unir ciencia y corazón.

Se fue del pueblo hace más de cuarenta años, pero aquí aún se le recuerda y creo que él nos añoró siempre.

La tierra le será leve, seguro. 

“Si puedes curar, cura. Si no puedes curar, alivia. Si no puedes aliviar, consuela. Y si no puedes consolar, acompaña”.  Virginia Henderson.



 

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