Abocada al brocal de un pozo ciego
solo distingue la negrura de un agua silente y quieta.
Ansiedad profunda cuya luz inerte
convierte la claridad radiante de una tarde de verano
en una lumbre cenicienta y fría.
Grises y muentos suben por la baranda oxidada y la herrumbre
de la escalera interior que conduce a los olmos más negros.
La cuerda pende del tiempo y su balanceo
acompasa el roneo de pájaros chillones,
de avispas borrachas,
de hormigas voraces que atraviesan con alfileres negros
las alas dulces de las mariposas quietas.
Bocas desdentadas que muerden con dientes de león.
Cada paso cercena el espacio y la distancia minúscula de mi propia estima
primando la posibilidad del mayor desconsuelo,
del frio final,
del último escalón,
del acantilado afilado.
Y aún así no pierdo el paso.
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