viernes, 31 de enero de 2020

Los pájaros de casa.

En la casa de la abuela María siempre había golondrinas. Cada año regresaban al alero de la fachada de tapia y allí construían su nido. Sus entradas y salidas por el aíre nos entretenía en las mañanas de verano. Luego los polluelos piaban como endemoniados y ellas no dejaban la ida con la venida en un vuelo sin fin cuidando de su condumio. Cuando completaban el plumaje, comenzaban las clases de vuelo. La verdad es que disfrutábamos mucho en aquella convivencia tranquila entre las aves y los niños. Alguna vez encontramos algún huevo caído o un polluelo sin suerte. Entonces abríamos una tumba minúscula en la tierra y les organizábamos un sepelio digno de un rey con todos los honores que se nos ocurrían, música de pandereta incluída.
La abuela nos prohibió terminantemente molestarlas. Eran sagradas, decía. Las  golondrinas traían un reguero de excrementos,  barro y buena suerte con ellas, probablemente de aquella convivencia, aprendimos a comprender y a respetar lo natural de la vida, el nacimiento y la crianza, el vuelo  fuera del nido y la caída de los más débiles que nos conmovían tanto.  Tal vez por eso, por lo que representaban de mi infancia cuando a mi patio llegaron las primeras me alegré, sentí que la vida se estaba acordando de mí, tenía la impresión de que ella agitaba su pañuelo actualizando el pasado y trayendo a mi casa todos aquellos recuerdos familiares  de los  que me había olvidado en buena parte. Vinieron dos parejas que se aposentaron en el fluorescente del patio y desde aquella pista de aterrizaje y despegue comenzaron a construir su nido con los mismos planos de arquitectura de aquellas primeras de la casa familiar. Me apenaba que la pared no fuera de tapia, ni el tejado de barro, porque en algunos días de calor intenso, temía que fenecieran, pero resistieron verano a verano durante muchos años hasta que una primavera solo vinieron tres y no quisieron construir su nido. Pasaron las noches en el fluorescente del patio, las tres juntas, muy unidas unas a otras. Diego y Laura eran muy pequeños, pero las recuerdan muy bien y las echan de menos cuando viene el buen tiempo. Cerca de casa también hay dos nidos de cigueñas. Nidos que parecen frágiles, construidos con ramas en lo alto de las dos chimeneas de la alcoholera. Este año en el otoño un ventarrón terrible derribó  casi todos los arboles de la alameda, volaron los tejados y  hasta algunas señales de tráfico, sin embargo los nidos resistieron como catedrales góticas. Pronto llegarán de nuevo, aunque algunos años con este cambio de clima ni siquiera se marcharon.
Los gorriones siguen viviendo en el árbol del colegio. Una copa de hojas que parecen estar vivas,  en movimiento constante en un piar infinito. En algunas ciudades dicen que están extinguidos, que los fitosanitarios han acabado con su alimento y el estrés que les produce la vida ruidosa de las ciudades que nunca duermen han acabado con ellos, no han resistido la vida urbana y dependientes del entorno humano, desaparecen con los pueblos vacíos.  No puedo imaginarme una mañana temprano sin escuchar su presencia. Debe ser algo terrible. Imagino un amanecer en silencio,  sin pájaros y creo que no encuentro algo más triste. Sin niños, sin pájaros y sin flores  ¿qué será de nosotros?


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