lunes, 25 de noviembre de 2019

EEC19 Dia contra la violencia sobre las mujeres

Lo bueno de haber vivido tiempos interesantes es que recuerdas varias formas de vida en poco espacio. Por aquel entonces tendría yo unos doce años, era el día de los Inocentes y acompañaba a mi madre a un duelo. La muerte era entonces una ocasión para reunirse y reencontrarse con los amigos que no se veían desde hacía tiempo, como ahora. Si la edad del finado era provecta, la tertulia se desarrollaba a sus expensas, quiero decir que la tristeza no se apoderaba del ánimo como en las otras ocasiones. Las normas sociales eran muy claras para todo el mundo. Se sabía qué decir, cuándo hacerlo, de qué modo, dónde situarse... La espontaneidad se dejaba ver cuando las reglas se daban por cumplidas porque no se puede poner puertas al campo por más que se coloquen rejas en las cabezas. Entonces la costumbre señalaba que  las mujeres se apiñaran en  una habitación y los hombres pudieran pasar  la velada en el patio (rara era la casa que no disponía de uno) si el tiempo acompañaba  o en otra habitación en los meses de invierno.

Era Navidad, y allí estaba yo, muda porque no sabía muy  bien que se esperaba que dijera, escuchando la conversación que se entretejía por las mujeres en aquella sala de estar pequeña. He comprobado que por norma las mujeres cuando estamos juntas lo pasamos realmente bien. No es que los hombres impidan la conversación jugosa o recia, según se dé, pero si que el ambiente es distinto. Aquellas mujeres de otras épocas, a pesar de estar ya en los tiempos de la democracia mantenían las formas de la dictadura. Para según que  dichos bajaban la voz, se acomodaban las chaquetas como si recompusieran un escudo, de algún conversaban como pisando cascaras de huevo, aún así la conversación iba tomando un tono distendido y algunas reíamos bajito las ocurrencias que se presentaban. Siempre hay alguien que sabe darle un toque de sátira a lo que parece inocente. Realmente, lo estábamos pasando bien, hasta que apareció  por la puerta un alfeñique. Ramón era más pequeño que un bache. Dirían algunos que "no tenía media hostia". No representaba su corpulencia problema ninguno para una mujer de estatura y fuerza medianas. Mucho menos para la parva de mozas que ocupábamos aquella habitación.
Desde que entrara por la puerta, el tono cambió. Se podía percibir en el aíre el pensamiento general:  ¿Qué viene este a hacer aquí?
La  conversación se quedo en pausa unos instantes y se reanudo más general y menos viva. Nemesia, que así se llamaba la esposa de Ramón,  preguntó por la hora del entierro y una de las deudas le respondió que a las cuatro de la tarde. Tal fue la pregunta y tal fue la respuesta. De repente, sin que nadie se lo esperara, Ramón se dirigió hacía su esposa que estaba sentada como a dos metros de él y con la mayor saña le planto dos bofetadas con revés que hubieran volcado a un caballo. Le dijo que era tonta y que preguntaba lo que ya sabía.

El tiempo se paró.

Ninguna de las mujeres se movió del sitio mientras el alfeñique peroraba sin orden ni concierto sobre las mujeres torpes. Nemesia lloraba. La contención indignada del resto partía el aire viciado de violencia inútil. En cuanto el agresor salió por la puerta, las amigas se acercaron a comprobar que Nemesia estaba bien y la consolaron. Se produjo esa anuencia que sucede siempre que el pensamiento general es el mismo y reprueba en la misma escala la situación vivida.

Siempre me he preguntado qué impidió que todas esas mujeres se lanzaran contra el agresor y lo redujeran a un ovillo impidiendo la acción violenta.

Tal me sucedía cuando en el verano, me obligaban a ir a una de aquella escuelas rurales dirigidas por aquellas personas ruines que a pesar de llamarse maestros, lo único que hacía era molestar a los niños. Florencio era uno de ellos. El título de maestro se lo confería su brazo manco. Perdió la movilidad en un accidente de la obra y como no pudo volver al tajo abrió una escuela. Esa era toda la pedagogía que estudió. Nos hacia llamarlo D. Florencio, aunque don borrachín hubiera sido más acertado. Tenía el maestrillo cuatro hijos mayores y una niña pequeña que nació a destiempo y que no llegó a conocer a su madre. Viudo, manco y cruel ordenó a la abuela que cuidara de la cría y no permitiera que se torciera en la crianza como la madre. La abuela quería a su nieta, pero temía al hijo con motivo. A veces, cuando la niña estaba con nosotros en aquella habitación cochambrosa y el padre quería hacernos callar la acucunaba en  un rincón de la clase y se quitaba el cinturón. Todos callábamos como muertos y algunos muertos estaría menos inmóviles que nosotros.

¿Qué nos impedía parar aquella carnicería? Pues que eramos niños.  La violencia estaba tan permitida que era aceptada como necesaria porque por lo visto los hombres no se torcían, pero ¡ay, las mujeres y los niños!

Por fortuna hoy los tiempos parecen ser otros. La violencia no ha desaparecido ni lo hará de forma definitiva en mucho tiempo, pero al menos, hoy podemos decir ¡basta! Podemos y debemos decirlo. Ya no cabe la anuencia del después. Porque algo ha cambiado. Está cambiando, aunque el péndulo saqué de los baúles las antiguas banderas, las circunstancias son otras. Necesitan cuidado y perseverancia, porque la igualdad no viene de serie, pero estamos en camino. Y tenemos esperanza.
Un día este día no será necesario, mientras eso sucede habrá que nombrarlo, señalarlo, marcarlo y defenderlo.
Hoy yo quisiera hacer un especial homenaje no solo a aquellas que partieron por mano ajena, sino también a quienes no soportando más la violencia que las ahogaba lo hicieron por mano propia. Para las que no suman en ninguna estadística, como Mercedes, la esposa del falso maestro. Para ellas especialmente el recuerdo.






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