Su lamento era un desgarro en la oscuridad,
en la intemperie no existe la luz
ni la lluvia es bastante para apagar el descomunal incendio
sin medida del dolor.
En el secarral fue un pajaro sin alas
que batia sus huesos sin entender porque no volaba.
La guerra reventaba por dentro y
explotaba por fuera con una metralla era tan abrasadora
que la tierra se abria en un canal volcánico herida, arrasada, muriente.
No quedaba hilvan alguno en el cerebro.
El vendaval rugia,
la fiera se desperezaba y al entreabrir los ojos
la rocalla interior despertaba más cruel y más odienta.
No hay carroña bastante para tanta hambre sedienta de espanto.
La puerta giraba y el horror del mundo invadia la sala
como un derrumbe de montaña, como si un terremoto atronador hubiera
despedazado el monte y piedra a piedra lapidara sin clemencia nuestra lápida.
Asi era el cenagal de desprecio y furia que arrasaba cada dia nuestra cocina,
nuestra vida, nuestra alma.
El corazon en brasas vivas
luchando entre la niebla y el olvido no consigue guarecerse de tanto odio inutil
salvo cuando el tul de algodon blanco y seda delicada rozaba con su voz tierna y gentil
nos retornaba al nido y nos cubria con sus plumas dulces.
Era su mirada tierna el agua fresca en la ardencia de la llaga inmensa,
el perfume que recompoe el hedor de la sangre descompuesta,
el nido de la cumbre ártica, el gel luarizante en la cicatriz carbónica.
El antidoto al veneno, el canto en la media noche, la templanza en la tempestad,
la luz que derrama el sol recien nacido para aliviar todos los dolores de la noche.
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