Cuando el sol se arroja sobre el abismo
la noche atropellaba nuestra cocina
y rugia con furia de león.
Las azucenas temblaban y se arropaban
en un circulo de tenue cristal que las cercenaba
sin piedad.
Solo se escuchaba el estruendo
de sus petalos blancos quebrados caer.
El rugido del león nos congestionaba la sangre en la cara
y con la palidez de los copos de algodón
nos agostabamos de a poquito viendo arrollar la vida
mientras se nos desangraba el alma
y se desalmaba el cuerpo
en medio de un secarral sin hierba verde
ni espigas de pan.