Siempre que sea posible es necesario reconocer un derrota desde su inicio para no liarse en la frustración como un hilo a la pata de un romano. Desde afuera existen vacíos ajenos tan extraños que acaban doliendo como propios, pero que nadie puede llenar. Reconocerlo a tiempo facilita que el suplicio de la impotencia drene al exterior y los desiertos no propios no se conviertan con el tiempo en nuestro agujero negro.
Podría haberle bajado la luna cada noche y nada hubiera iluminado aquel caos oscuro que goteaba sin pausa desde el desagüe de su infancia. El maltrato atrae sin remedio una sarta de situaciones groseras, de tragedias que se repiten con minuciosa precisión y de personas malqueridas que mezclan sus desordenes con el dolor inconmensurable de una infancia abandonada en un bosque, en un pozo oscuro o en una casa tapiada para la cual no existe llave.
Su luz se derrochaba con la furia de una explosión nuclear y en el mismo tiempo en que se apaga una cerilla. Pasaba del frenesí a la melancolía en una milésima de segundo y en menos que canta un gallo el sistema solar se catapultaba de la vía láctea al pantano estelar golpeando cada planeta, cada satélite, cada estrella.
Recoger sus pedazos cada día se ha convertido en una labor ardua e ingrata que la mayor parte de las veces solo rasga mi alegría como un cristal roto desgarraría las alas de un pajarillo y aún así, como la labor que Penélope hace y deshace, cobra sentido. El hilo que teje y desteje da tiempo a quien no lo tiene. La agujas de ese reloj parado en el tiempo evitan que le reviente la mente, el corazón o su vesícula biliar. Tal vez robar la roca de Prometeo no fue muy sensato, pero quien sabe si el pajarillo de las alas quebradas no esté aprendiendo a caminar lejos del volcán y desviando con su pico el río que apague la sed de quienes confunden el agua con alcohol de quemar.
Esta historia no es de final abierto pero en cualquier caso no sera de cualquier final.