jueves, 10 de enero de 2019

El león enamorado

"La marquesa de Sévigné era de una belleza rara. Y estaba tan acostumbrada a ser cortejada, que el hecho de que un león se apasionara por ella no era de extrañar.

En el tiempo en que los animales hablaban, era común que ellos ambicionasen formar parte de la convivencia humana. Ellos también tenían inteligencia, fuerza, coraje y hasta se comunicaban usando el mismo código de los hombres.

Fue en esta época que el león se enamoró de la bella señorita Sévigné, y sin demora la pidió en matrimonio.

El padre de la joven se asustó. Él quería para la hija un marido un poco menos terrible, mas temía que una  negativa pudiese apresurar un casamiento clandestino. Con su experiencia sabía que el fruto prohibido tiene siempre un sabor mejor.

Resolvió entonces aceptar la propuesta del león y le dijo a éste:

Me agrada la idea de tenerle como yerno, pero me preocupa el hecho de que pueda usted herir el cuerpo delicado de mi hija con sus garras y al besarla con sus dientes impedirá que ella le corresponda con placer.

Y así el león enamorado permitió que le cortasen las garras y le limasen los dientes. Sin garras y sin dientes su fortaleza fue destruida y una manada de perros que pasaba por la calle le  atacó sin que consiguiera defenderse.

Ah! ¡La pasión! ¡Feliz de aquel que escapa a sus ardides!"


Comentario


Dignidad es una cualidad íntima que inspira límite, respeto, consideración y estima. Es la conciencia del propio valor, de la prudencia y del propio aprecio.

Así como el león apasionado, cuántos hombres y mujeres existen que se comportan en el amor de la misma forma "sin garras y sin dientes", es decir renunciando a la propia dignidad.

Cuando permitimos que nos "corten las garras y nos lijen los dientes" destruimos nuestra fortaleza interna y cometemos un error extremadamente grave: entregamos el control de nuestra vida a otra persona. Al abdicar del elemento más vital del amor - la dignidad personal-, perdemos el comando de nuestro propio mundo afectivo. Además cuando  no somos fieles a nosotros mismos, la relación en vez de fortalecernos, nos fragiliza.

En muchas ocasiones perdemos nuestro valor como personas, disimulamos la verdad y afirmamos que  es verdadero aquello que  es falso por tener la engañosa convicción de que tenemos que anularnos para ser un buen objeto de amor.

Colocamos en un segundo plano nuestro poder personal -la dignidad- y nos transformamos en una persona sin consistencia.

Cultivamos la ilusa creencia que para ser muy queridos, debemos resolver los conflictos de nuestros seres amados, mantener todo en un orden perfecto, haciendo felices a todos todo el tiempo; aunque es bueno recordar que esa postura se opone a la razón y al buen sentido.
Damos crédito a la idea de que ser  fiel a los propios principios o inclinaciones naturales puede generar una gama inmensa de dificultades y tememos que siendo auténticos, estaremos expuestos al abandono, al rechazo y al desprecio.

Muchos de nosotros cargamos desde la infancia cierta resistencia a expresar nuestros verdaderos sentimientos afectivos. ¿Cuál ha podido ser el mensaje que aún resuena en nuestra casa mental?
"Si me dices alguna cosa que yo no quiero oír o me cuentas algo vergonzoso, te castigaré y no te hablaré  más"  Esa advertencia severa que recibimos cuando éramos criaturas por haber sido honestos en cuanto a nuestros sentimientos, puede haber dejado una marca profunda en nuestro inconsciente.
El no revelar lo que creemos en nuestro interior nos hace creer que conseguiremos un escudo protector impidiendo que nos ofendan, hieran o abandonen. Mantener esa barrera entre nosotros y los demás nos impedirá disfrutar de relaciones sanas, sinceras y de mutua confianza.

Para poco nos sirve si pasamos a vivir aisladamente y evitando a todo el mundo.

 La medida cierta para quien ama es no temer y mostrar al otro lo que siente, como piensa y actúa. Podremos haber perdido algo en apariencia externa pero nos hemos lucrado mucho más en fuerza interior, seguridad, firmeza y respetabilidad. Para tener relaciones agradables y gratificantes con los otros, debemos  primero sentirnos bien con nosotros mismos.

Esta fábula tan antigua revela que, a pesar de los siglos aún vivimos una manera neurótica de amar  y de ser amados, y que las dificultades en el campo de la afectividad continúan las mismas.

Cuando la pasión nos envuelve precisamos imponer límites, no decir adiós a la prudencia  y jamás perder la dignidad, sea por el motivo que fuera o por quien quiera que sea.


La fábula es obra de La Fontaine, el comentario de Hammed y la traducción mía.

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