Nadie diría que aquella mujer, de andar cadencioso y mirada abierta, tuviera el corazón roto.
Roto, sí- diría ella- pero no desaparecido.
Cuando el corazón se hace trizas no hay manera de recuperar la cordura en varias vidas, porque hay engranajes tan sutiles en el espíritu que necesitan de no sé cuántos cuerpos para recomponer el módelo organizador.
Los añicos flotan alrededor del alma y no encuentran camino porque el magnetismo se ha diseminado en nuestro cuerpo. Nos pertenencen pero no sabemos dónde hilvanarlos de nuevo. Así es como cosemos pedacitos de corazón en la piel, en el cabello, en las manos, en los ojos...
Se necesitan varios cuerpos, varias vidas para recomponer la pérdida.
Esa mujer de pañuelo frances al cuello, iluminaba la calle con un áura de luz intermitente tan atractiva como un escaparate de Navidad.
Casi todo su ser brillaba.
No despertaba simpatias en todos, pero no pasaba desapercibida de nadie.
Ella lo sabía.
Lo elegante, como lo simple, es espontáneo como el aroma de las flores; ninguna imitación seduce tanto a los sentidos como lo natural.
La tragedia de lo cotidiano se desdobla entonces.
Cuando el corazón se hace migas solo ofrece migajas y y hacer de ellas un banquete se convierte en un arte.
El arte de la paciencia infinita, frente a la la seducción rápida. De todo frente a nada. Del deseo frente a la necesidad.
Aquella mujer nunca ofrecería la luna, porque le parecía un espacio vulgar. Ella ofrecía una galaxia completa para gravitar, pero el cielo está tan lleno de universos libres de gravedad...
Nunca te enamores de un corazón roto. Dicen, que los corazones rotos son como los cristales: hieren siempre.
sábado, 8 de septiembre de 2018
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Yo pocas cosas quiero más que sentir las heridas que los cristalitos de su corazón puedan causarme a veces, porque a veces sentirlas yo supone aliviárselas a ella.
ResponderEliminarCauterizar las heridas de quienes amamos es una muestra de amor. Hacerles reir, también. Felicidades por ese amor tan bueno.
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